22 de septiembre de 2007

Recado de escribir

La columna clásica del periodismo, la que no era salomónica porque no tenía posibilidad de enredarse (su vida terminaba en el lector, no había red que la tejiera, ni la sostuviera, ni la desviara y deformara, como internet ahora), parece que era cosa que producía gran placer: “Escribir puede ser más tedioso que placentero, y el periodismo más una degradación que un deber. Pero escribir una columna regular sobre cualquier tema que se nos ocurra es uno de los grandes privilegios de la vida.” Tanto que George Orwell “celebró su deliciosa libertad titulándola ‘A mi gusto’ cuando le ofrecieron una columna en el Tribune, en 1943” (El Arte de escribir columnas, Paul Johnson). Del mismo modo que hay una época en la vida que fragua la personalidad, hay oficios inciertos y expuestos como el periodismo de columna que la moldean continuamente, como un exiliado que mirase desde una galería extraña a hechos e historias cambiantes y ajenos. Anímense pues quienes tienen recado de escribir.

El origen de la columna es anterior al periódico, a su regularidad, y Johnson lo cifra en “Montaigne como columnista fundador y Francis Bacon como su sucesor”, aunque hasta el siglo XVIII no puede hablarse del nacimiento de la columna moderna: “Ya en tiempos de Shakespeare había bien informados caballeros londinenses que escribían columnas regulares sobre la vida en la capital, para informar a la nobleza rural. Pero no se trataba de ensayos reflexivos sino de boletines. El Spectator de Addison y Steele era un periódico con columnas, al igual que el Rambler, el Adventurery, el Idler de Samuel Johnson, el Watchman
de Coleridge, que duró sólo diez números”. En sus inicios los escritores se encargaban de imprimir su columna, como los enciclopedistas de conseguir suscriptores, marquesas y mecenas para sus artículos. “Eran los columnistas de la edad heroica”, admira Paul Johnson.

Al precipitarse sin la actual red sobre el conocimiento y el gusto del lector, su principal rasgo era la autonomía, de tema, planteamiento, alcance y medio de publicación. Es decir, la propiedad de su autor. Y la libertad que sólo otorga la propiedad. Johnson la dibuja además como ensayo breve, regular, pulcro y legible y con “una satisfactoria mezcla de conocimiento, argumentación, opinión personal y revelación de carácter”. Un reconstituyente intelectual sin efectos secundarios.

Columna de Addison publicada en Spectator, 7 de junio de 1711.

Los temas que trata permanecen a lo largo del tiempo porque su interés y vigencia los dicta la condición humana: “(...) las calamidades, la educación, el arrepentimiento, la conversación, los pensamientos sobre la muerte (Montaigne); y las riquezas, la juventud y la vejez, la amistad, la ambición, el matrimonio y la soltería (Bacon), aparecen continuamente en columnas escritas a fines del siglo veinte. Estos dos hombres experimentados e inteligentes abordaron muchos de los principales problemas que preocupaban a la gente en el siglo dieciséis, y que también hoy provocan nuestro interés y desconcierto, y que todavía serán piezas del mobiliario intelectual humano mientras dure nuestra raza.”


Pero los medios de difusión (que no sólo de publicación) de la columna cambian, y ésta se engasta primero en el periódico y después como eslabón del hipertexto que fabrica sin cesar internet, sobre todo cuando adopta la forma de blog abierto a comentarios hasta el amanecer. Con suerte, y si su forma final es redonda, puede ser parada y fonda como estación de guarda agujas, haciendo girar varios discursos a su alrededor. Los lectores pasan de admirar a comentar. Y las lecturas –más que los lectores- multiplican el sentido de la columna y su carácter evocador y provocador. Si internet es la continuación de la imprenta por otros medios y la lectura pasa de ser individual a multitudinaria y simultánea (en el límite, la confusión), el efecto inicial de la red y sus medios (blogs, etc.) es multiplicador de información y de conocimiento, movilizador de antiguos refugiados en el barrio o en la ciudad de provincias. Y, también, generador de diálogo. Dada su capacidad, internet desborda esos logros de ilustración iniciales para convertirse en difusor más que instructor, flautista de egos y productor de compulsión. Un espacio abierto que a veces es instrumento útil de creación y otras se encastilla en camarotes de los hermanos Marx como refugios de quejas y opiniones gregarias. Por los ojos y en el espejo muere el pez.

En cuanto a su enorme y potencial capacidad de influencia, la red se entrampa en la maraña de su trama: se circula deprisa, deprisa, sin la debida estancia en las trincheras que cultive el criterio. Se disuelve la crítica que oriente en el laberinto. No es sólo un fenómeno de proliferación de informaciones, opiniones y conocimientos (requisitos de la vieja columna), de extensión con densidad pero sin intensidad -que también-, sino de predominio de fines individuales –recuperación de la identidad, salida del anonimato- por encima de usos y ritmos que implicarían una feliz servidumbre en el largo camino del conocimiento.


El columnista dispone como un arquitecto del tema, personajes, datos, sensaciones y mensaje como materiales a los que dar forma en un proyecto cuyo planteamiento gestará una historia y una estética y al que el estilo convertirá en edificio. Incluso puede hacer estructuras sólidas construidas con materiales humildes, como los templos budistas, pero si los trata con grandeza y orden brillarán como norias al atardecer en el país de los dioses. Dos de esos acopios menores son la confidencia y la complicidad con el lector. En cambio, uno principal es el estado de ánimo, que decía Márai que era el periodismo. Un ánimo en vigilia permanente: “Imaginaba que el periodismo consistía en andar por el mundo y observar ciertas cosas, todas irrelevantes, caóticas y sin sentido alguno, como las noticias, como la vida misma... Y ese trabajo me atraía y me interesaba. Tenía la sensación de que el mundo entero estaba siempre lleno de acontecimientos de actualidad y de hechos sensacionales”.


La utilidad se la darán el valor que pueda tener la columna como noticia y el arte cuando sea “bella y gratuita”, como decía Umbral de las columnas de González-Ruano. Gratuidad que incluye el olvido como destino: “Esta profesión lleva en el tuétano la maldición del olvido”, decía Ruano del periodismo. Olvido en el que hemos instalado a los grandes columnistas del periodismo español del siglo veinte, desde muertos recientes como Cándido (y Umbral, al tiempo) hasta Mariano de Cavia, Julio Camba, Fernández Flórez, González Ruano o Cansinos Assens.


El columnista atado al recado de escribir se libera como nómada y moroso con este dictamen: “¡Ah!, qué maravilloso romper las cadenas del mundo y de la opinión pública: perder nuestra identidad personal, --que nos importuna, atormenta y atenaza-- y convertirnos en criaturas del momento, libres de toda atadura –agarrarnos al universo sólo mediante un plato de mollejas, no deber nada más que la cuenta de la cena- y, sin buscar el aplauso ni sufrir el menosprecio, ser sólo conocido con el título de El caballero del salón” (William Hazlitt, Sobre el arte de viajar / El arte de caminar, según traducciones).

(Aparecido en Nickjournal 7 sept. 2007)

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12 de septiembre de 2007

La sombra del ciprés es alargada (11-S + 1*)





(*) +1 por la intemporalidad que demuestra la imagen.

© Sr. Verle 2007

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8 de septiembre de 2007

Educación e instrucción

Reprocha Savater a Ferlosio, en una reciente polémica entre ambos sobre el oficial y feliz advenimiento de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, que le parece obsoleta la contraposición entre educación e instrucción que hace el segundo en su Educar e instruir. De eso se trata precisamente, de reclamar el anacronismo de tal diferencia para levantar el vuelo sobre la confusión entre los dos conceptos a que ha llevado la marginación de los saberes como munición principal de la educación. Una ucronía necesaria para defender la necesidad de la instrucción, pariente pobre arruinado por la reducción de la educación a simpleza transmisora de valores igualitarios que, anulando al individuo, lo hacen indistinto –impersonal- y obediente y pasiva a la sociedad. El resultado de esta educación vicaria de la igualdad como obsesión para disciplinar al personal es una sumisión mórbida y creciente que se intenta disimular con el mantra de la ciudadanía sustituyendo a conceptos tachados de arcaicos y manipulables por el poder como el de sociedad. Pero como no hay escapatoria de este tiempo plano, tengamos al menos perspectiva para intentar la huida de sus estrechos límites: "Indudablemente una parte de la función de la educación consiste en ayudarnos a escapar -no del tiempo que nos toca vivir, pues estamos atados a él- sino de las limitaciones emocionales e intelectuales de nuestro tiempo." (T.S. Eliot)

Previamente, Ferlosio atribuía a Savater una preferencia por la educación como una especie de fase avanzada, comprensiva y casi anuladora de la instrucción: “En alguna otra ocasión he deplorado la falta de confianza de Fernando Savater en "los contenidos" del conocimiento, en la medida en que, con respecto a la enseñanza pública, no se conforma con ‘la instrucción’, sino que encarece, casi como más importante, "la educación". En ésta incluye hasta lo que llaman "espíritu crítico"; pero no sólo ocurre que el dicho espíritu crítico no puede ser materia de enseñanza, ni menos todavía de educación, sino que, por añadidura (aunque por mi parte preferiría para él otro nombre menos activo, más receptivo), es algo que sólo puede surgir precisamente de los contenidos (...)”.

Pero lo que ocupaba a Savater en su ¿Ciudadanos o feligreses? no era tanto la oposición entre instrucción (como enseñanza de conocimientos y habilidad para usarlos) y educación (como transmisión de valores y comportamientos), como una supuesta convención social de equilibrio que permitiría impartir Ciudadanía sin peligro de adoctrinamiento: “Los padres tienen derecho a formar religiosa y moralmente a sus hijos, pero el Estado tiene la obligación de garantizar una educación que desarrolle la personalidad y enseñe a respetar los principios de la convivencia democrática, etc. ¿Acaso esta tarea puede llevarse a cabo sin transmitir una reflexión ética, válida para todos sean cuales fueren las creencias morales de la familia? (...) De igual modo, existe una concepción común de los principios de respeto mutuo y de pluralismo valorativo en que se funda la ciudadanía, y hay que asegurar que sean bien comprendidos por quienes mañana tendrán que ejercerlos” (¿Ciudadanos o feligreses?)

Sin embargo, ese punto de equilibrio (no de equivalencia, como de hecho sucede) que reuniría en una familia de parejas bien avenidas a valores como solidaridad con competencia, redistribución de la riqueza con propiedad, derechos con responsabilidad para ejercerlos, gratuidad con esfuerzo, negociación con ley, paz con guerra, etc., ni existe ni se tiende a él, por lo que no cabe esperar enseñanzas ciudadanas neutrales para el uso de razón y espíritu crítico del alumno. Como todo sistema de valores, hay una jerarquía implícita que transmite la hegemonía al uso. Lo demuestran los mitos limpios de solidaridad, igualdad y negociación como estado social permanente frente a los sucios (también mitos, mentiras si se consideran autónomos) de mercado, ley y propiedad.

Por eso es pertinente la llamada a la mayor objetividad del saber y su enseñanza que hace Ferlosio, frente a la proliferación de catequesis laicas. La transmisión de conocimientos ha sido relegada a un rincón social vergonzante por las pedagogías de más rabiosa actualidad y pacífico dominio, en las que una indigestión de la teoría del desarrollo cognitivo de Piaget ha sustituido a latines, teoremas y hechos varios. Y con el desprestigio de los conocimientos (contenidos, dicen los vacíos), se han desguazado sus correspondientes vehículos de libertad (saber y destreza para usarlo), autoridad (titular del conocimiento), propiedad (competencia del ilustrado, transferible al alumno) y jerarquía (quién está capacitado para enseñar y quién para aprender). Valores indivisibles e inseparables porque mutuamente se garantizan y cuya exclusión –como reflejo de su caducidad social- de los manuales al uso del buen ciudadano debería ser denunciada enérgicamente por sus nuevos paladines. Hay silencios cómplices que aplanan.



Graffiti de Basquiat
"Sé que un día doblaré una esquina y no estaré preparado para lo que me encuentre"

Del sobresaliente al progresa adecuadamente, sin preguntarse quién progresa y hacia donde. Al eliminar la posibilidad de sobresalir por muerte de su reconocimiento social, se suprime el riesgo de fracasar o triunfar individualmente (el fracaso escolar es contabilizado como culpa social). Se suprime así el espíritu crítico que deriva de la distinción personal: "Al estudiante que nunca se le pide que haga lo que no puede, nunca hace lo que puede." (John Stuart Mill). El desplazamiento del cómo y para qué enseñar al cómo aprender, de Durkheim a Piaget, de la acción del magisterio al reinado pasivo del infante (‘el que no habla’, ni hay prisa por que lo haga) conduce a la sumisión a través de la transferencia gratuita de la titularidad del conocimiento del profesor al alumno y a la etérea e irresponsable comunidad. Sin esfuerzo previo por parte de éstos para adquirirla. Y, por tanto, sin uso propio de razón, como juguete. Decía José Bergamín en su poco profética La decadencia del analfabetismo que el niño es analfabeto y sólo puede aprender a leer y escribir cuando adquiere uso de razón; “mientras tanto, todo es jugar”.

En tiempos de confusión los mismos que infectaron suelen recetar agua oxigenada en forma de respeto y autoridad para aclarar y teñir excesos. No se puede exigir respeto ni retorno a la autoridad en la enseñanza cuando se ha prohibido su origen -la distancia que define la diferente formación entre el que enseña y el que aprende-, su razón de ser -transmitir y estimular el saber- y su condición, la impersonalidad propia del saber. La igualdad que se persigue al arrumbar el conocimiento y sustituirlo por valores no es digna de respeto, en el sentido de esa distancia jerárquica, sino objeto de cómoda adoración y unánime aplauso al eximir de responsabilidad a todas las partes.

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