28 de mayo de 2007

Dibujado en el polvo...

Como en el Siglo de las Luces, en que el libro se emancipó del obispo y el duque para multiplicarse gracias a la suscripción de los burgueses, una nueva entrega del Sr. Verle que hace honor a propósito tan ilustrado. Disfrútenla.

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‘Decidido a resarcirme del tiempo perdido y también a expiar por lo que a mis ojos parecía una derrota, renuncié al almuerzo y, lo que fue aún más amargo, al descanso de mediodía, y así, tras un breve recorrido me vi en las empinadas es
calinatas de la plaza de la catedral. El angustioso vacío que momentos antes me envolvía, era aquí soledad liberadora, con lo que en un abrir y cerrar de ojos mudó mi ánimo. Esta vez también me cercaban las alturas, eran los costados marmóreos de la catedral, sobre cuya nívea ladera, incontables santos de piedra parecían venir en peregrinación hasta nosotros, los hombres. Al seguir con la mirada el cortejo, vi que en la base del edificio, a flor de tierra, se abría una profunda grieta en la que se había excavado un pasadizo con varios peldaños que terminaban frente a una puerta de bronce cuyo cerrojo no estaba echado. Ignoro la razón que me llevó a aventurarme por esta puerta secundaria. Fue suficiente castigo a mi esnobismo el creer que había hollado la oscuridad de una cripta, pero el recinto en cuestión no solamente era la sacristía, encalada y ampliamente iluminada por altos ventanales, sino que la llenaba un grupo de turistas al que el sacristán, por centésima o milésima vez, se disponía a entretener con una de aquellas historias en cuyas palabras tintineaba el eco de las monedas de cobre que también cientos y miles de veces se había embolsado. El personaje se erguía, regordete y ufano, junto al pedestal en que se concentraba la atención de sus oyentes, y al que se había afianzado con clavos de hierro un capitel de estilo gótico primario, a todas luces antiguo aunque bien conservado.


El orador sostenía un pañuelo en las manos, cualquiera hubiera creído que para combatir el calor, pues el sudor perlaba su frente, pero él, lejos de secarlo, pasaba distraídamente el pañuelo por la columna, arriba y abajo, como hacen esas sirvientas que mientras disputan con sus señoras, y llevadas por la costumbre, siguen frotando con el paño consolas y estantes. La sensación de congoja que experimenta todo el que viaja en solitario se impuso de nuevo y me detuve a escuchar las explicaciones en que se hallaba enfrascado.

"Hace sólo dos años -venía a decir con voz monótona- había en el vecindario un hombre que por el más sórdido delirio de blasfemia y lascivia tuvo a la ciudad por algún tiempo en boca de todos, y que penó por su pecado el resto de su vida, expiándolo, cuando la propia víctima, Dios, quizá ya le había perdonado. Era un cantero que, tras haber participado diez años en los trabajos de reparación de la catedral, se convirtió, gracias a su pericia, en director y responsable de todas las obras de restauración. Era un hombre en lo mejor de la vida, con un carácter dominador, sin familia ni obligaciones, cuando vino a caer en las redes de la ramera más hermosa y desvergonzada que jamás se había visto en el mundano ambiente de la playa cercana. El natural sensible y obstinado de este hombre debió de impresionar a aquella mujer; en todo caso, nadie sabe si llegó a dispensar sus favores a alguna otra persona del lugar. De ser así, nadie sospechó a qué precio. El caso nunca hubiera salido a la luz, de no haberse presentado inesperadamente a inspeccionar con sus propios ojos las obras de restauración el superintendente, quien llevaba en su cortejo a un joven arqueólogo, indiscreto pero de muchos conocimientos, que se había especializado en el estudio de los capiteles del trecento.


Estaba a punto, el superintendente, de culminar una negociación para enriquecer la monumental obra con un capitel del púlpito de la catedral y había anunciado su visita al director de la ópera del Duomo, quien por aquel entonces, diez años después de sus mejores noches, vivía en profundo retraimiento, lejanos ya los tiempos de esplendores y afanes. Pero, celebrada la entrevista, el joven erudito no volvió a casa atiborrado de consejos histórico-estilísticos, sino con un secreto que no pudo guardar y que, finalmente, hizo llegar a oídos de las autoridades: la pasión que en la ramera había despertado su admirador, lejos de ser un obstáculo, había sido un acicate para exigirle un precio satánico por sus favores.

Quería, en efecto, ver su nom de guerre, el apodo profesional que tradicionalmente lleva esa clase de mujeres, esculpido en piedra en la catedral, junto al Santísimo. El amante se negó, pero su fortaleza tenía un límite, y un día en presencia de la hetaira, comenzó el trabajo en el capitel gótico, que iría a ocupar el lugar de otro viejo y desmoronado, hasta que al final terminó como corpus delicti sobre la mesa del juez canónico. Para llegar a ello, hubieron de pasar años, y cuando ya se habían cumplido todas las formalidades y practicado las necesarias diligencias, se vio que era demasiado tarde. Un anciano decrépito y senil se enfrentaba a su obra y nadie hubiera creído en simulación al ver aquella cabeza, que en tiempos llamaba la atención, inclinarse medrosa sobre el trenzado de arabescos intentando inútilmente leer el nombre que muchos años antes había disimulado en su interior".

Comprobé con asombro que me había ido acercando -ni yo mismo sé para qué-, pero antes de que mi mano pudiera posarse en la piedra, sentí la del sacristán sobre mi hombro. Extrañado y solícito, trataba de saber la razón de mi interés, pero yo, en mi inseguridad y extenuación, balbucí lo más absurdo que podía decirse: "Coleccionista". Seguidamente retorné a casa’.

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Milán, un miércoles de diciembre de 199…El avión arribó a media tarde pero, a pesar de circular hacia el oeste por la autopista de Linate, todo el intenso tráfico metropolitano de recogida prolonga el trayecto y es noche cerrada al llegar al hotel. Hace frío y el paseo hacia el refrigerio en la Trattoria Masuelli San Marco por callejuelas medievales desiertas tiene algo de esotérico. Llegando a las traseras del Duomo encontramos puestos de libreros de viejo y nos detenemos ante sus ejemplares, hojeamos varios y ojeamos un librito de relatos que presume nuestro interés. En efecto, en él se halla, amén de otros de variado pelaje y condición, leídos tras su compra, el reseñado más arriba. Su autor, un joven Walter Benjamin.


(Recopilado y maquetado por el Sr. Verle, 2007)

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7 de mayo de 2007

Los conservadores

© Sr. Verle 2007.

En muchos casos tenemos que balbucir parafraseando a Thomas Bernhard: "Estoy en la cima de la montaña y miro a la ciudad infame, azotada por la lluvia... ".

Ocurre con las ciudades, según Calvino, como con los sueños: todo lo imaginable puede ser soñado pero hasta el sueño más inesperado es un acertijo que esconde un deseo, o bien su inversa, un miedo. Las ciudades, como los sueños, están construidas de deseos y de miedos, aunque el hilo de su discurso sea secreto, sus reglas absurdas, sus perspectivas engañosas y toda cosa esconda otra. Contra lo que creen muchos ingenieros, en la ciudad el camino más corto entre dos puntos es el que sea el más bello y el más seguro.

Por mucho que uno quiera a una ciudad, a veces por motivos oscuros, por una sombra, una calle, una fuente, esa pequeña ciudad dentro de la ciudad, llega un momento en que los cambios son tan repentinos y bruscos que no te dejan tiempo para acostumbrarte. Antes cambiaba como un organismo vivo, como una planta, con un crecimiento lento, casi imperceptible. Hoy hay que construir, de la noche a la mañana, una especie de tumores horribles, necesarios a veces, pero que le hacen perder la identidad. La ciudad actual surge de forma horrible de la no dinámica de la propia ciudad, a golpes de especulación, con todos los problemas que ello genera porque los intereses privados son inmisericordes. Los planeamientos urbanísticos, ahora, no son sino otras operaciones especulativas, eso sí, con más decencia intelectual.

También las ciudades creen que son obra de la mente o del azar, pero ni la una ni el otro bastan para tener en pie sus muros. Cada ciudad se va pareciendo a todas las ciudades, los lugares intercambian forma, orden, distancias, un polvillo informe invade los continentes.

Por razones varias, nuestras ciudades han sobrevivido, mal, a los tres enemigos que citaba Victor Hugo: las catástrofes naturales, las revoluciones y los urbanistas. La ciudad se mantiene, conservando sus edificios pero también la memoria de sus texturas, de sus sensaciones, de sus sugerencias, de sus imágenes... y cualquier pérdida en este sentido tiene que ser tenida como muy grave. Solamente los enamorados de la ciudad deberían intervenir sobre ella.


En Occidente se tiene la creencia que los edificios deben ser eternos. Lo antiguo tiene, por tanto, su valor y su sustancia ideal en la piedra. Y un edificio se considera antiguo, sólo si se conserva materialmente durante el tiempo. Por el contrario, una sociedad oriental, como la japonesa, no tiene ese sentido de la permanencia. Nos lo recuerda Italo Calvino. La cultura japonesa está en el universo de la madera. Lo antiguo, entonces, es lo que perpetúa su diseño a través de la continua destrucción y renovación de los elementos perecederos. Lo que perdura, o debe perdurar entonces, es la forma del edificio, y la caducidad de sus partes realza la antigüedad del conjunto. Esta dualidad es una cuestión que pone de manifiesto la idea eurocentrista predominante que tiene que ver con la esencia de la conservación en relación con el tiempo.

Siguiendo una visión postheideggeriana, se entiende que en el ‘Monumento’ se subliman, en una relación dialéctica de tendencias opuestas, los significados de dos términos verbales latinos, a saber: Memini (condensar formalmente la experiencia y su memoria), y Monere (representar determinados significados y valores de un grupo social dado). El monumento recuerda y hace recordar. El monumento es una entidad identificada por su valor y que forma un soporte de la memoria, ya que la memoria necesita referencias, cosas que remitan a la memoria.

Y es que el mundo actual del progreso ilimitado necesita, de una manera especial, alguna compensación, porque el reverso de la cultura moderna de la innovación es el aumento de la velocidad con que las cosas pasan de moda, por eso el mundo moderno del progreso se convierte, a su vez, en la época de los desechos y sus compensaciones.

Hay en las sociedades actuales, según sustenta Odo Marquard, tres formas representativas de desechar en distintos planos: el incremento de los depósitos de desechos y de cosas pasadas de moda, la neutralización metódica del universo de la tradición y, sobre todo, el olvido del mundo de las tradiciones. Hay que hacer sitio a lo nuevo, justificar el empleo de la tecnología moderna y convertir lo tradicional en mercancía. Como escribe Marquard, “la manera más efectiva de olvidar, es olvidar mediante el recuerdo”.


Por eso, el mundo moderno del progreso y del desechar es a la vez, paradójicamente, el mundo de la conservación y del recuerdo. Como compensación pues, se desarrollan en nuestra época fuerzas protectoras de la continuidad y aparece una cultura científica, conservadora y museística de dicho recuerdo. Lo desechado es simultáneamente positivizado, y se vuelve así, interesante y venerado. En consecuencia, cuanto más moderno es el mundo moderno, es decir más postmoderno, más imprescindible resulta, como compensación, la cultura del recuerdo.

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